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jueves, 18 de junio de 2020

DIARIO DE UN CONFINADO, por Antonio Agudo


DIARIO DE UN CONFINADO


Lo más ominoso es el silencio. Esa sensación de irrealidad que se levanta como una espesa niebla cada amanecer desde las calles y avenidas desiertas. El rumor de motores y el faenar de talleres y fábricas ha sido sustituido por el eco de los buenos días del vendedor de periódicos. Su saludo rebota en las fachadas de los edificios y en la tela de su mascarilla, de confección casera, que usa como recordatorio de que el enemigo sigue ahí. Agazapado en un estrechar de manos inconsciente. En la huida de una tos que aparece por sorpresa o en el alivio de un repentino picor en el lagrimal.

Los escasos peatones que me encuentro nos miramos huidizos, embozados y dejando espacio suficiente para que sirva de frontera al maldito virus. Los pasos resuenan esquivos en los escaparates y cierres de los comercios y los pasajes comerciales están hasta huérfanos de mendigos. Los cajeros automáticos se han quedado sin huéspedes, los sintecho han desaparecido con sus bultos, mantas y perrillos no se sabe bien dónde.

En las aceras las palomas se enseñorean en las baldosas huecas y picotean en las grietas olvidados restos de las comidas de los ausentes clientes de veladores y terrazas. Los ventanales de las cafeterías ya se están opacando con el polvo que han ido dejando caer todos estos días y su interior se ve desenfocado, etéreo, brumoso como este argumento de novela epidémica que nos ha tocado protagonizar. Las máquinas de café y las torres se ven, difuminados, como recuerdos borrosos. La desmemoria se adueña de los objetos y deshace sus contornos. Los desdibuja y desvanece con el paso de las horas y el silencio que nos enmudece. Amarillean en los muros anuncios de conciertos y conferencias que jamás tendrán lugar. Los carteles se cuartean con el paso de los días y sus anuncios y promesas de mejores y más productos se vuelven cada día que pasa más absurdos.

En los parques los árboles van a lo suyo y los setos y rosales se aprestan a las urgencias primaverales y miles de pajarillos la saludan con sus trinos que se elevan en una columna que se eleva por el aire limpio del amanecer mientras los bloques de vivienda aguantan la respiración y en el interior los vecinos echan de menos más balcones y terrazas. Los animalillos gozan de nuestra ausencia y retornan a sus viejos territorios.

El murmullo de radios y televisiones se filtra por las rendijas de las persianas y las ventanas entreabiertas. Un susurro apenas que le hace coro al desglose de cifras, estadísticas y especulaciones sobre curvas estadísticas que vuelven a imprimir en sus portadas los periódicos. Números que esconden las historias del día a día de los que pelean contra esta enfermedad que nos ha dejado mudos, callados como los parques infantiles que aún esperan el regreso de los niños con sus abuelos a hacer rechinar la vieja cadena del columpio y a que recupere su gruñe-gruñe José el del kiosko al vender a la chavalería golosinas, chicles y sobres de cromos porque se queda sin monedas para cambiar los billetes arrugados de cinco euros que algunos le entregan.
Amanece en silencio. Otra vez


II


A lo largo de las últimas semanas se está produciendo un fenómeno curioso. Basta con poner atención para percibir el latido vital de nuestros pueblos y ciudades. Abran sus balcones y ventanas y oirán lo que siempre pasaba y que no percibíamos. El encierro al que estamos sometidos los ciudadanos y a la parálisis obligada de sus herramientas y mecanismos está sacando al primer plano todos los ruidos que quedaban sepultados por la cacofónica actividad de nuestras rutinas diarias. El trino de los pájaros es una de las voces principales y las conversaciones de nuestros vecinos, con un poco de atención, se vuelven inteligibles y nos daos que las nuestras también pueden ser oídos por el resto de nuestro barrio. El silencio de los primeros días de confinamiento nos había atronado los oídos y estos, poco a poco, van sacándoles los matices a esa irreal banda sonora que por primera vez escuchamos.

Estamos en momentos de muchas primeras veces. Estamos estrenando sensaciones que teníamos agazapadas en nuestro interior a la espera de una oportunidad y, no sin cierta sorpresa, nos estamos dando cuenta de lo duro que es estar encerrado a la espera de un final de incierta fecha perro, sobre todo, de lo duro que es estar sólo en mitad de una epidemia en la que la cercanía con los demás es peligrosa.

Miles de personas se han muerto solas y solas aguardaron en los tanatorios a ser enterradas en un sepelio apresurado, con mascarillas y guantes y un cortejo de apenas tres familiares. Muchos seres queridos se están yendo sin poder despedirse y sin que sean despedidos por los que los quisieron. El sonido de los motores de las morgues de los tanatorios, el chirrido de los neumáticos del coche fúnebre, el roce de los ataúdes al ser metidos en los nichos, el siseo de las chimeneas de los crematorios, los pasos en la gravilla de los camposantos suenan amplificados, casi atronadores en la muda sorpresa de estos días en los que hemos perdido, además, los abrazos, los besos, las caricias y los hombros en los que apoyarnos.

En las silenciosas calles los timbres de los teléfonos y al algarabía cansada de los niños pequeños hace de marco a lo que no debemos ocultar en las cifras del parte diario de bajas y altas por coronavirus. Esta tarde, cuando salgamos a los balcones aplaudamos por los que trabajan para que sigamos adelante. Pero también aprovechemos la ocasión de decir adiós a los que se están yendo en silencio y sin el desahogo del llanto. Aprovechemos ahora que se escucha todo tan nítido nuestras ventanas para darles el mejor homenaje posible. Digamos en voz alta sus nombres. Que no sean caídos en la fosa anónima de la estadística. Hablemos de ellos en voz alta y que su recuerdo sirva para seguir dando vida a nuestra esperanza para que pronto nos podamos tocar y llorarlos ahora que todo se escucha mejor y más lejos


III


La normalidad la hemos perdido para siempre. Me refiero a la normalidad que teníamos antes de que comenzaran los contagios y las muertes por coronavirus. Esa normalidad a la que nos dicen, es cuestión de tiempo, que volveremos antes que tarde ha desaparecido ahogada por una realidad que ya no es la misma que antes de encerrarnos en casa. Muchas cosas se han roto con una simple gripe; que decían algunos; y no seremos capaces de recomponerlas. El mundo, más allá de nuestro balcón, ya no es el mismo que conocíamos. Vienen nuevos tiempos y no serán necesariamente mejores que los que vivíamos antes de que las mascarillas llegaran para quedarse.  Esto no nos va a salir gratis o sin gastos de envío. No hay posibilidad de reembolso del importe y tampoco ventanillas para presentar reclamaciones. No hay normalidad a la que volver. Hay que volver a dibujarla con los nuevos elementos que tenemos disponibles. De la misma manera que la peste bubónica, la viruela o la gripe española se convirtieron en puntos de inflexión del devenir de la Historia y perfilaron nuevas sociedades, el Covid-19 tendrá un profundo impacto en nuestras sociedades.

En apenas unas semanas el coronavirus ha dejado vacías nuestras calles, nos ha privado del contacto con los demás, ha puesto de manifiesto la incapacidad de nuestros líderes políticos para remar en la misma dirección y siguen encenagados en sus mezquindades mientras que los ciudadanos asistimos atónitos a sus intentos de encasquetarle ideología a una plaga, que nos es la primera ni la última, que nos está azotando.

El día después de la pandemia no existe. Será toda una era la que venga después de que todo se haya puesto patas arribas y hayamos visto debajo de las faldas y los pantalones quienes están en realidad. El decorado de cartón piedra que levantaron se ha caído, Los muertos siempre los ponemos los mismos y seremos los de siempre los que tengamos que apretar los dientes para superar lo que aún nos queda por delante. Estamos cambiando de paradigma. Los Estados se tienen que enfrentar a ello con algo más que frases entresacadas del libro “las mejores frases celebres”. Es necesario recomponer, recomponerse, recomponernos y exigir que las cosas que no han funcionado bien se reparen o se sustituyan.  Si tiene algo la enfermedad es que infecta a derecha, izquierda y centro. Estar en el gobierno o en la oposición no te inmuniza ni te salva de caer enganchado a un respirador.

Personalmente, les confieso, que es enormemente tedioso, me genera un hastío infinito y una enorme tristeza que sigan empeñados en buscar el titular de “quien ha repartido más mascarillas que el otro”.  Esto no se trata, todavía, de quien va a ganar las elecciones próximas. Esto se trata de quien va a llegar a las próximas elecciones y pueda votar ya sin mascarilla, sin certificado de inmunidad vírica y con un trabajo al que volver hoy lunes.

Cuídense amigos y no sólo del coronavirus


IV


Me asomo cada tarde al balcón de mi casa para los aplausos de rigor y percibo como la hierba medra entre las baldosas de la plazoleta de enfrente. Finas líneas de verde perfilan las baldosas que se colocaron a escuadra y cartabón. Se van redondeando con gramas y jaramagos que, sin nadie que los controle, van cubriendo los adoquines. Mientras las ventanas se llenan de vecinos que se asoman al toque de retreta del Resistiré del Dúo Dinámico. Hay docenas de rosas rojas y amarillas en los parterres de la plaza que este año, gracias al confinamiento, han sobrevivido a los vecinos que no dejaban reventar sus capullos. Hay miles de gorriones panzudos, aviones locos de cabriolas y vencejos chillones que levantan el vuelo con las palmas vecinales, que cada vez suenan más alicaídas y menos efervescentes, tras cuarenta días de encerrona gubernamental por culpa del coronavirus.

Mientras los abuelos se apresuran en el manejo de móviles y ordenadores para hacer esquipe o dúo con los nietos, los hijos; o sea nosotros, acumulamos momentos de esta crisis para contar batallitas cuando seamos abuelos y tengamos nietos. Esta es nuestra guerra del 14, nuestra memoria destello, nuestro “añodelhambre” repleto de pan casero, papel higiénico y cervezas de a litro. Miles de muertos y michelines. Mascarillas y raíces en el pelo a la espera del liberador tinte. Cañas virtuales en llamadas a cuatro, wifis sobrecargadas de abrazos y añoranzas.

Cuando todo esto pase nada será igual que antes. Salir al balcón y asomarse a la ventana nos recordará siempre estos tiempos de tribulación y duelos encajonados en el pecho. La pandemia ha puesto de relieve lo frágiles que somos y que cualquier dirigente, poniéndole ante el brete histórico adecuado, es capaz de evidenciar su incompetencia.  Los ciudadanos aplauden desde sus terrazas y ellos se lanzan dentelladas desde sus tribunas televisadas. Basta darse una vuelta por sus cuentas oficiales en las redes sociales para darse cuenta de que sus balcones dan a grisáceos y oscuros patios interiores. 

Cuántas oportunidades están perdiendo de hacer lo adecuado. Peor no me dejaré llevar por ese neblina lanosa del “yvosotrosmás” en el que nos quieren enredar y sigo llamándoles la atención sobre como la hierba y los rosales sacan pecho con estos chubascos abrileños.  Me asomo a la terraza y el horizonte que circunda mi pueblo se pone verde olivo con estas lluvias que ya preparan la cosecha próxima. Nunca como hasta ahora se ha puesto en evidencia la importancia de cada ciudadano, de su trabajo y de su compromiso.

Por enésima vez suena el Resistiré y salimos a aplaudir y a saludar a los vecinos mirando con melancolía la calle y hacían donde nos llevaría esta tarde de no seguir, otra semana más, confinados


V


Empezamos a estar hasta el gorro. Hartos de contar muertos. De salir a aplaudir a los balcones. De verle el careto a los parientes que ya se pasan de cercano. De medir la inclinación de la curva y consultar la moda y la mediana de las tasas de infección. Estamos que fumamos en pipa y nos subimos por las paredes cada vez que sale el doctor Simón con sus chalequitos a analizar las estadísticas pandemias mientras que el ministro Illa, con cara de querer estar en otro sitio, le mira de soslayo. Tengo la memoria llena de mensajes diciendo que lo peor ya ha pasado y que de esta salimos. Un par de gigas  de vídeos que ya tienen un par de meses y las chimeneas de los crematorios siguen sin parar. Estoy hasta lo más alta del mueble bar de los rostros de falso compungido que ponen los ministrales y los ministrables. De una oposición luciendo los lutos acorbatados y cresponeros como ariete en unos parlamentos semivacíos. Estoy hasta la entrepierna del Resistiré de las ocho y las demás horas en punto. De los oídos sordos que les hacen a los enfermeros que no paran de hacerse fotos con batas y mascarillas fake. Tan falsas como las excusas que les dan para no darles el material adecuado. Del montón de virólogos, epidemiólogos y báciloexpertos que están infectando con sus peroratas las tertulias televisivas que sólo han tenido alivio gracias a la novia de un periodista que se le coló en cueritatis en mitad de un programa. Estoy hasta las cejas, ahogado, de los mensajes de que hay que remar todos en la misma dirección mientras con un berbiquí le hacen vías de agua a la barca común. Estoy harto de los que se saltan el confinamiento para que les saquen en el telediario de las tres y se conviertan en una plaga que contagie las redes sociales de sus gilipolleces tales como: salí a pasear a mi oveja, mis peces necesitan aire puro, ya no podía aguantar más a mis padres o el ciclismo es mi pasión y no pude contenerme. Estoy cansado. Harto del neologismo “desescalada” y de la broma de “estar confitado”. Echo de menos la normalidad, esa que jamás volverá dicen, de encender la televisión y ver a la Esteban dar voces con Kiko Matamoros. Saber cómo andan las pantorrillas de Messi o Bale. Que los políticos vuelvan a lo suyo a prometernos lo que ya era nuestro y que nosotros hagamos como que los creemos. Que dejen de mandarme memes con King Jong-un y el coronavirus cuando todavía no he borrado los que enviaban a primeros de marzo con los chinos. Que vuelva Marhuenda a pelearse con Sardá por quítame allá un adjetivo. Que en Jaén volvamos a hablar de que el tranvía se pone en marcha el mes que viene. Que pueda ir a cortarme el pelo y contarle a  mi barbero como el Iglesias se pasaba por el forro lo de la cuarentena. Dejar de ponerme esta mascarilla que me empaña las gafas, tomarme el primer café de la mañana en lo de Antonio Tello y darnos los buenos días sin usar el codo  y echar unas cañas con mis compadres aunque sea entre mamparas y dejar de dar cada mañana en la radio el parte de bajas por Covid-19 en la provincia y volver a dar los titulares de siempre: la Ciudad Sanitaria es una prioridad. Estos son los mejores presupuestos para Jaén. El tren siempre ha sido una prioridad para este Gobierno. Esta temporada es la del ascenso a superior categoría.

Cuídense y no solo del coronavirus


VI


Qué raro lo de la nueva normalidad. Me siento como Winston acechado por el gran ojo de mis hermanos. Me hacen parecer una colilla apurada hasta el filtro. No me gusta ese concepto tan orwelliano que nos espera detrás de cada fase desescalada. Nueva normalidad, novedad normal. El descenso ha desaparecido. Ahora los picos de las cimas son curvas amesetadas. Ser normal será ser nuevo y lo raro antiguo y extinción. Por mucho que retuerzan el lenguaje lo que está ocurriendo les está metiendo en el juicio de la historia y cuando la normalidad deje de ser nueva y podamos enterrar a todos nuestros muertos, tendrá su veredicto y no parece que sea el mejor si continúan empecinados en discutir si el coronavirus es galgo o podenco. Al final los perros terminarán devorándolos y esos canes de la intolerancia vendrán para quedarse. Los sabuesos del odio que han soltado morderán como lo han hecho tantas veces por culpa de la miopía partidaria. La nueva normalidad puede ser muy siniestra si se confunden de adversarios. Ojala que se desconfinen, se descompriman y se desescalen de manera fluida y sin brusquedades. Que la forma de hacer política no sufra mal de bajura y remonte el vuelo. Tener un carnet no te hace superior a los demás, no tenerlo tampoco. Mucho se habla de la inmunidad de rebaño para protegernos del Covid-19 y también de la necesidad de inmunidad colectiva al torrente de mensajes falsos y mentirosos que nos inundan y que, aprovechándose de lo que está lloviendo, quieren desviar la corriente hacia otros prados. La nueva normalidad no debe pasar por ahí.

Llevamos 47 días de balcón. Dos meses de darle patadas a un rollo de papel higiénico. Sesenta días de hacer pasteles caseros en nuestras cocinas convertidas en tahonas. Dos meses de ponerse al día en las nuevas tecnologías, en la compra por la red, en el uso de las videollamadas y que es posible trabajar sin ir al trabajo. Dos meses de echar de menos lo más simple y sencillo. Sesenta días que no nos han cambiado tanto, seguimos siendo los mismos que nos hemos encontrado mil pesetas en el bolsillo del chándal cuando lo rescatamos para salir a pasear después del encierro coronavírico. Seguimos siendo los mismos de antes de la enfermedad y debemos ser los mismos que no debemos permitir que entre todas estas toses, líos de mascarillas, extravío de respiradores y camas de UCI nos metan un gol en la portería ahora que no hay público en las gradas. Estemos vigilantes.  No nos pueden tratar como la mercancía de temporada que no se pudo vender este invierno por culpa del confinamiento. No somos jerseys de cuello vuelto para estrenar en agosto. La nueva normalidad no será ni nueva ni normal, pero sí muy jodida. Tanto que no es necesario que en su juego de tronos la jodan más todavía.



¿FIN?





Antonio Agudo


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