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lunes, 17 de enero de 2022

La Leyenda del Convento de la Merced.

La Leyenda del Convento de la Merced. Le pareció que hubiese sido ayer y sin embargo habían transcurrido treinta años desde que, como ahora, una víspera de Navidad del año de Nuestro Señor de 1590, cruzará la puerta del convento de la Merced. Recorrió el oscuro corredor que vino a conducirle al pequeño claustro con arcos de medio punto, donde la luz de la mañana le deslumbró. En el azulejo que colgaba a un lado de la pesada puerta a la que el claustro le condujo, leyó como ya había hecho en las tres ocasiones anteriores: “Prior”. Levantó la mano, apretó los nudillos, y cuando iba a llamar a la puerta, recordó: ¡Era tan joven! Apenas dieciséis años, y llevaba junto a su progenitor más de tres años recorriendo Sierra Mágina. Era su padre un veterano barbero y sangrador, que ejercía su ofició por los pueblos de esta comarca serrana, constituyendo así el único acceso que los vecinos tenían a la sanidad. La cirugía menor, las extracciones dentarias, la cura de heridas y la aplicación de remedios naturales, que por los caminos y en las plazas de los pueblos con acierto practicaban, disminuía el sufrimiento de los habitantes de la sierra. Contribuyendo a ello, pensó sonriendo, el famoso “curalotodo” que su padre elaboraba, y que no era sino agua pura recogida en Fuenmayor, debajo de las adelfas, aderezada solo con una buena ración de aguardiente de la taberna del Gorrión de Jaén; ingrediente este, secreto ¡claro!, que en opinión del barbero, había hecho famoso su producto entre los pacientes, que curar, curar, lo que se dice curar, no curaba; pero vaya buen cuerpo que les dejaba... Y así entre poblaciones de ensueño, cimas inaccesibles, desfiladeros, torrentes y viejas fortalezas, transcurrieron los años y entre cura y cura, ungüento en ungüento, cataplasmas y vendas de lino, se hizo mayor. Ya hombre, en plena comunión con la naturaleza, aprendió a amar la sierra y así, como si esta quisiera recompensarlo, le otorgó una noche de luna llena el privilegio de ver una pareja de misteriosos “duendes serranos”, que por aquellos parajes llamaban “mengues”, y que pese a su innegable apariencia de diablillos, oyó, hablaban con marcado acento giennense; e incluso nunca lo olvidaría, en una tibia noche del mes de abril, vislumbró un “Juancaballo” o centauro, que majestuoso se zambullía en las frías aguas del nacimiento del río Cuadros. Hasta que un día, cuando desde la cumbre del Aznaitín observaba como los rayos de sol en su ocaso daban mil gamas de rojo a la campiña, alguien le habló. Si fue Netón, viejo Dios Íbero que daba nombre al monte en el que se encontraba o el mismísimo Jesucristo, a quien su querida abuela Rosa había enseñado a orar, nunca pudo dar respuesta; pero sí, que aquel día para él todo cambió, su estancia en la sierra se había terminado y ahora su camino era otro. Así lo contó a su padre, manifestando su intención de ingresar en un convento donde orar por todo y por todos, y seguir haciéndolo hasta un día, ahora no sabía cual, en el que algo o alguien así se lo indicara. Se pusieron sus mejores ropas e iniciaron viaje a Jaén, donde después de entrar por la Puerta de Barrera, se dirigieron a la calle que llamaban del Rey Alhamar, donde pasaba consulta el ilustre galeno giennense Miguel Ángel de Bueno y Sánchez, a quien “el barbero” conocía desde hacía años y al que le unían fuertes lazos de amistad y respeto, tanto en lo humano como en lo profesional. Los recibió en la consulta, junto a su hijo del mismo nombre, también galeno y de su nuera Marián de Haro, hija de un prestigioso librero granadino, y que también ejercía la medicina en secreto por miedo a la Inquisición, dando servicio sanitario gratuito a cuantas mujeres de su ayuda precisaban; junto a ellos sus tres bellas hijillas, que bulliciosas jugaban con un vecino de la misma edad de nombre Emilio. Solicitó el sanador consejo a los presentes con respecto a la pretensión de su hijo. Conviniendo que el mejor lugar para que el joven permaneciera orando era el recientemente inaugurado convento de la Merced, donde aún bajo la Orden Mercedaria se aplicaba rigurosamente el voto de silencio, dándose además la circunstancia de que su severo Prior, natural de la bella y serrana localidad de Beas de Segura, era viejo amigo de la familia. Por fin, después de muchas negociaciones y vicisitudes, se produjo la entrada del novicio en el convento. Entre lágrimas dijo adiós a su padre, para inmediatamente ser conducido por el hermano portero ante el Prior. “-En este convento-“, dijo severamente el Prior, sin dar la bienvenida al recién llegado- “hay solo dos reglas: ORACIÓN Y SILENCIO, y la del silencio solo y sin excepción, puede ser rota - continuó- cada diez años, la víspera de Navidad, fecha en la que ante mi persona, cada hermano puede pronunciar solo dos palabras-”. Así los primeros diez años transcurrieron lentos, muy lentos, en silencio, entre maitines, laudes, primas, tercias, sextas y completas, pero en absoluto silencio. Nunca, ni siquiera cuando con sus conocimientos curaba a los enfermos, se le permitían unas palabras de consuelo, aunque con el paso de los años observó emocionado, que tanto él como el resto de sus hermanos de la orden, no necesitaban de la voz y solo con gestos eran capaces de transmitir los más hermosos y nobles sentimientos de amor y solidaridad. Y rezó, y rezó, y por fin llegó la víspera de la Navidad en la que se cumplían los primeros diez años de permanencia en el convento, llamó a la puerta del Prior y entró en su despacho, donde éste sin preámbulo alguno desde su elevado sitial, le espetó:-“¿Cuáles son sus dos palabras, hermano?-. A lo que en voz baja, contestó: “cama dura”, para después sin obtener contestación, encaminarse otra vez a su celda. Los segundos diez años, pasaron mucho más rápidos; el trabajo en el pequeño huerto del convento lo reconcilió con la naturaleza y sus ciclos, y con el tiempo observó cómo se le desarrollaba el oído y cómo escuchaba las conversaciones, las risas y los llantos de hombres mujeres y niños que se producían extramuros del convento y desde su silencio, su absoluto silencio, compartió con ellos sus penas y alegrías y dio gracias a Dios por ello. Y junto al oído se fue desarrollando el olfato y supo cuándo llegaba la feria por el efluvio de las garrapiñadas, y la Navidad por el aroma que desprendían mantecados y alfajores, San Antón por el olor a rosetas, vino y lumbre; el día de Todos los Santos por el perfume a boniatos y calabazas, y así entre rezo y rezo fue feliz y por ello dio gracias al cielo. Y de esta manera llegó la víspera de la Navidad en la que se cumplían veinte años en el convento, y como diez años antes, desde su elevada posición, volviole a preguntar el Prior: ¿cúales son sus dos palabras, hermano?. A lo que en esta ocasión, con la misma humildad que diez años antes contestó: “sopa fría”, para después sin obtener respuesta, volver en silencio a su celda. Y transcurrió la tercera década de estancia en el Priorato, entre silencios, y siguieron aumentando sus sentidos, hasta que un día a base de escuchar, observó perplejo que entendía el piar de los pájaros, el tauteo del zorro y hasta el zumbido de las abejas, y entonces por ellos supo que su tiempo de estancia en el convento llegaba a su fin. Entre rezos, y conversaciones con pájaros, gallinas, gorriones y especialmente con un viejo y sabio búho que anidaba en la espadaña del convento, llegó la víspera de la Navidad de 1620, en la que se cumplían los treinta años de estancia en la Merced. Interrumpió sus pensamientos; y ahora sí, llamó a la puerta y entró, y otra vez, la última, afrontó al Prior, que imperturbable desde su elevada posición, como en las dos últimas ocasiones le volvió a preguntar: ¿cuáles son sus dos palabras, hermano?. Contestándole, esta vez con una beatífica sonrisa: “me voy”. A lo que, impertérrito el Prior, después de unos segundos de aparente reflexión, le respondió: “-¿Que se va?-… -¡No me extraña que se vaya, no ha parado usted de quejarse en estos últimos treinta años…!–“ Basado en un cuento popular. José Luis Rodríguez Hermoso.

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