ASOCIACIÓN HISTÓRICO CULTURAL GENERAL REDING
Por Manolo Ozáez, Secretario de la Asociación
Se hizo costumbre entre los Regimientos de la Artillería
Española de principios del siglo XIX esquilmar los denominados “botines de
guerra”, en aquellas poblaciones de la península, que habían
confraternizado con el enemigo galo. De las crónicas de la época destacamos
algunas anécdotas acaecidas al Regimiento de Artillería número Tres, con sede
en Sevilla, que participara en la contienda de la Batalla de Baylen de
1.808. A modo de ejemplo nos narran los
faroles que se anexionaron de la villa de Fuengirola, escondidos entre los
abrigos que los artilleros usaron por aquellas tierras, o los símbolos y
bombetas de los cuarteles donde se alojaran los regimientos franceses.
Más curiosos fueron las enseñas y banderas que colgaban de
los edificios de Móstoles tras el paso del Rey Fernando VII por la ciudad, y
que a la noche siguiente de la comitiva, los mostoleños descolgaron -algunas
desde alturas inverosímiles- para conservarlos como recuerdos efímeros. Aunque
les costó conseguir algunas de dichas enseñas, tras más de un año de
intentarlo, se consiguieron dos estupendas banderas policromadas, realizadas al
efecto. O los cuadros de Cristo crucificado, de la zona de la Maragatería, en
León. Otros, más osados, desnudaron a algunos campesinos y hacendados, en las
proximidades de Zocueca, en represalia por sus maneras y modos afrancesados,
haciéndose como botín de sobrero de ala ancha, redecillas para el pelo, camisa,
chaquetilla, pantalones, fajín e inclusive zapatos, que aún hoy conservan en el
ropero de sus aposentos, para su uso cotidiano, incluso cedido a propios y
extraños.
Cartelería del Consistorio de Ocaña, monedas de curso legal
en Camuñas, con el rostro del Francisquete, un partisano que se enfrentó al
todopoderoso ejército francés, en represalia por la muerte de su hermano; o
ducados y maravedíes que obtuvieron por los alrededores de la villa de Baylen.
Algunos dicen que prestados de los casi quinientos desaparecidos carros que las
tropas de Dupont transportaban por estas tierras, de su saqueo de Córdoba y
otras villas andaluzas. La que más recuerdan, como primera que fue, los
letreros y carteles que se exhibían en las calles de Almansa, y que algún
artillero desaprensivo desmochó de los árboles y farolas de los que prendían.
Entre las obras de arte saqueadas algunos cuadros del genial pintor Bartolomé
Recena Molina.
Plumines de sombreros, botones de guerreras, galones
perdidos, puntas de briquet esparcidas por los campos de batalla, gorros
cuarteleros, bombas de cañón sin detonar, balas de plomo de los mosquetes,
puntas de bayonetas, espuelas, incluso imágenes sacras que algún lunático
artillero pensó que abonaban el justiprecio de sus sacrificios por el Rey y por
España. Cubiertos, cartas de menús de las fondas donde se alojaban, mantas
militares con las que en los cuarteles se tapaban, guitarras malolientes que
decoraran un turbio acuartelamiento mugriento y casi abandonado. Todo valía
para presumir del mejor y más curioso botín de guerra capturado.
Y lo cierto y verdad es que, en la mayoría de los casos, se
trataba de objetos sin apenas valor crematístico o valor artístico, pero los
ufanos presumían de ser los más bravos artilleros. Lo cierto y verdad es que
las hazañas, si podemos llamarlas así, por lo escueto, se realizaban tras una
noche de jarana y vigilia en los peores mesones y burdeles de los campos y
tierras de España y Portugal.
Las crónicas de las hazañas de los artilleros, que han
llegado de boca en baso a nuestras manos, y en algunos casos escritas con pluma,
nos hablan de libros de autores desconocidos, revistas y diarios de la época, como
la que editaba el grupo CAECILIA, cascos vacíos de botellas que imaginaban
tesoros los ingenuos artilleros. Al final, se trataba de una suerte de recuerdo
de los viajes y estancias de los sufridos soldados españoles por las campiñas y
valles patrios, en una época en la que el mejor botín de guerra era el sol del
amanecer de cada día, pues nadie podía prever lo que la jornada le deparaba,
sumidos en una contienda que asoló España, de norte a sur y de este a oeste, y
de la que algunos soldados solo conservan como recuerdo, sus heridas, y algún
que otro objeto banal, módico, trivial y de escaso valor, pero que guardan como
oro en paño, quizás por la nostalgia de otro tiempo mejor porque “cualquier
tiempo pasado fue mejor”, que diría el poeta segureño.
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