Artículo de Gonzalo Soriano, PREMIO CAECILIA A LAS LETRAS 2018, para el número 122 de la revista BAILÉN INFORMATIVO
A lo mejor les
ha pasado alguna vez. Yo lo he vivido hace cuestión de un par de meses y, la
verdad sea dicha, estoy desagradablemente contrariado. En la existencia de
cualquier hombre normal, llega un soplo de monotonía constante, en la que pocas
cosas llegan a sorprendernos. Y admitimos esa situación, sin problema alguno.
Resignados y distantes, pero firmes. Viendo los toros desde la barrera, como
buenos españoles que somos. Salvo raras excepciones.
Pues
resulta que una mañana mientras resolvía unos asuntos que tenía pendientes, distinguí
a dos amigos míos de la infancia. Hacía
bastantes años que no los veía, ni tan siquiera habíamos coincidido en esas
fechas señaladas en las que, por lo general, se ve a la gente que vive fuera del
pueblo. Vaya coincidencia, pensé, y me alegró mucho verlos. Advertí que el
tiempo no había sido clemente con ninguno de los dos, pero no dije nada al
respecto. Yo también había cambiado —ya comenzaban a salirme arrugas en la cara
y canas en la barba—, y mi forma de pensar había sufrido severas transformaciones.
En realidad, los tres somos diferentes en gustos, en vivacidad, en disposición,
y en habilidades, como solemos ser todos los seres humanos. Por suerte, nadie
es igual a otro. Pero lo que me gusta de ellos es que saben llamar a las cosas
por su nombre, y eso para mí es importante. El caso es que quisimos aprovechar
aquella casualidad tan placentera y, tras los entusiastas saludos iniciales,
quedamos en el bar Piñero para tomarnos unas cañas. Una vez resueltos los
recados, desde luego.
Cómo
reconforta que a la gente, tus colegas de toda la vida, le vayan bien las
cosas. Fueron buscando aventuras asombrosas, vidas dulcísimas, sueños
increíbles que se gestaron de la forma más inverosímil, y se toparon con lo que
iban demandando. Qué suerte la suya. Aventurarse a lo desconocido siempre fue
de valientes. Tuvieron la gran fortuna de conocer a dos chicas maravillosas y
le hablaron de tú al amor verdadero. Ese que nunca falla. El que no quiebra, a
pesar de las adversidades del destino. Hablamos de los años que compartimos
cuando sólo éramos unos críos y de la inocencia que nos invadía por aquel
entonces. Al fin y al cabo, era lo que tocaba. Y recordamos a viejos compañeros
cuando estudiábamos en el colegio público Pedro Corchado. También a antiguos
profesores, como don José el de Matemáticas, don Blas el de Sociales —lo veo de
vez en cuando paseando por la calle Ancha, cerca de la iglesia de San José
Obrero, creo que ya está jubilado—, don Salvador el de Inglés, o don Juan el de
Gimnasia. Entre jarras de medio litro de cerveza Estrella Galicia escarchada y
tapas de bacalao con pisto, camperos, serranitos y escalopes, fuimos aflojando
confidencias. Y conste que siempre tuvimos un aguante notable con la bebida pero
hay que reconocer que las primaveras no pasan en balde para nadie. Son curiosos
los efectos secundarios de los preparados alcohólicos, sobre todo, cuando
aflojan sobradamente la lengua. Y vaya, hombre, resulta que se habían
equivocado. Las decisiones tomadas tiempo atrás habían sido un error de lo más
tonto. Y ahora estaban seriamente arrepentidos.
Uno
de ellos, al parecer, había dejado la carrera a medias y sin ánimo de concluirla.
Lo del trabajo en una oficina del centro de Madrid era toda una patraña y se
había separado hacía escasos meses de su mujer porque la convivencia era
insoportable. Ocupaba el tiempo libre en una cadena de comida rápida llevando
pedidos con una moto que se caía a pedazos y sin seguro obligatorio. Por
aquello de abaratar gastos. Por eso había venido de nuevo a Bailén, en busca de
un trabajo mejor remunerado, pues sus dos hijos tenían la mala costumbre de
abrir la boca tres veces al día.
El
otro, lejos de haber sido un ambicioso emprendedor con un negocio
revolucionario y numerosos adeptos, incluso en países europeos, malvivía como una
especie de asesino a sueldo cobrando facturas a los morosos de Sevilla capital.
Ahora había decidido probar suerte en tierras jiennenses. Aquello no le dejaba
dormir tranquilo y los sedantes le estaban machacando el estómago.
Ya
ven, a veces, las cosas no son lo que parecen. Y no hay más verdad que todo es
mentira. A mí, francamente, me da un poco de pena. Por eso decía al principio lo de que estaba desagradablemente contrariado,
por decirlo de alguna manera. No hay que avergonzarse —aunque puedo entender
perfectamente la postura—, cuando a uno se le caen los palos del sombrajo y el
propio ecosistema de las cosas pone a cada uno en su sitio. La vida es así de
puta y de mal nacida. Pero lo cierto es, aunque no me guste generalizar, que
nos alegramos del mal ajeno. Nos deleitamos cuando el prójimo mete la pata y la
vida le da una patada en el culo. Y quienes ven su vida arruinada por mil y un
motivos diferentes tienen, al menos, la «dignidad» de decir que la vida le va
muy bien. Para fastidiar con hincha a los que se alegran de esas cosas.
Yo
les di el ánimo que pude, utilizando las honradas explicaciones que suelo tener
a mano. Nos miraba mi amigo Antonio —el dueño del bar Piñero—, con ojos de confusión,
sabiendo que allí se cocía algo irremediablemente triste, aunque no supiese el
argumento de la película. Pero es un tío prudente donde los haya y no se
atrevió a abrir la boca. Eso tiene estar desde bien niño en el oficio, detrás
de un mostrador. Y porque su padre lo enseñó como Dios manda. Con los antiguos
y duraderos cánones establecidos.
De
igual forma les conté mis problemas, que también los tengo, como cualquier hijo
de buena madre. Les referí los últimos acontecimientos dignos de mención, y las
desgraciadas circunstancias que han llevado a algunos paisanos a conocer la
eternidad antes de la cuenta. Ojalá haya Dios, reflexioné, para pedirle
responsabilidades. No es aceptable que siempre esté mirando para otro lado. Y el
caso es que aquello relajó el ambiente.
Desde
entonces no se me va de la cabeza. Y todos los días recuerdo aquel encuentro en
algún instante concreto. Y he llegado a la conclusión de que nosotros, los de
cuarenta para arriba, somos de otra condición. Ni más buena, ni más mala. Pero
de otra. Porque entre nosotros nos relacionamos con naturalidad y nos contamos
nuestros problemas para hacerlos más soportables. Porque en el fondo, nos
queremos, nos respetamos, y las mentiras nos saben amargas. La prueba es que
desde entonces nos juntamos a menudo, y cuando alguno flaquea le decimos, venga
colega, tú puedes hacerlo. El afectado respira hondo, entorna levemente los
ojos y se ríe con la misma sonrisa de hace treinta años. Dice que gracias a
nosotros podrá conseguirlo. Y nosotros pedimos otra jarra de medio para
celebrarlo. Pero con todo y con eso, veo que la cosa se va arreglando poco a
poco. Gracias al buen hacer y al compañerismo, como no podría ser de otra
manera.
No
me gustaría ver en el pellejo de mis compañeros a los que se alegran de los infortunios
del vecino. Si es verdad que existe un karma, me encantaría distinguirlo con
mis ojos para saber que es real. Para saber cómo resuelven los problemas los gallitos
de turno cuando vienen mal dadas y con mala leche. Porque la gente está más
sola de lo que puede parecer a primera vista y no todo el mundo tiene amigos,
ni hombros donde apoyarse en caso de necesidad. Por eso yo me enorgullezco de
tener pocas amistades, pero las que tengo son auténticas. De esas de toda la
vida. Las que hacen sentirme humano y solidario. Las que me hacen comprender
que hoy puedes estar saboreando las mieles del éxito en la cima de una montaña
y mañana puedes estar acostado bocabajo en el mismísimo infierno. Porque este
país de idiotas y cantamañanas aún no sabe el significado de la palabra
«amistad». O no quiere saberlo. Y porque no todo el mundo tiene un amigo propietario
de un bar, con la mente lúcida, que reconoce a la legua cuándo debe hacerte un
hueco con el bar hasta las trancas, porque sabe que toca borrachera con jarras de
medio y escalopes.
Gonzalo Soriano
Navío
Bailén, febrero de
2019
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