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lunes, 21 de agosto de 2017

Artículo de Manuel Ozáez para el número 121 de la revista BAILÉN INFORMATIVO

Diario del capitán Gutiérrez

I-XI-MDCCCXV


La Huida del parnaso”


- Mi capitán, cuéntenos otra anéctoda del artillero Ramón Montañés, aunque sea para soportar la helada de esta noche -solicitó el sargento de primera Faustino a su superior, pues sabía que a la tropa, en situación de guardia, hay que mantenerla no solo despierta, también ojo avizor.

El oficial Gutiérrez, recientemente ascendido al grado de capitán, aún agotado por la larga jornada de caminata, que les llevó desde Santa Elena hasta Baylen, atravesando pueblos y ventas como La Carolina, Carboneros o Guarromán, no necesitaba que le insistieran en demasía para tener contenta a la tropa, amén de que era un conversador consumado. De su época pasada conservaba su costumbre de relacionarse con la tropa, con quien realmente se encontraba a gusto.

- Son muchas las historias que acontecieran al cabo de primera Ramón, pero es que pienso que esa es su condición, como todos tenemos la nuestra, con sus virtudes y sus defectos. Pero sin temor a equivocarme, lo que da carácter y personalidad a Montañés, es su retahila de situaciones cómicas, inclusive algunas grotescas, que dan para escribir un libro, según palabras del teniente Padilla -otro artillero recién ascendido en la escala hacía escasos meses, por méritos de guerra-. Una que en particular me hace reir cada vez que la escucho o que la cuento, aunque en honor a la verdad no tenga especialmente por protagonista a Ramón, si bien participó en ella, aconteciere en La Mancha, cuando, tras una larga jornada, cinco sirvientes de la misma pieza, de vuelta de una misión en la capital del Estado, decidieron descansar en una venta del camino, y reponer fuerzas tras dura jornada. Desconocedores de la zona y de sus lugares, dieron en entrar en un lupanar, sin previo aviso a lo que, el guardían que allí se hallaba, al pensar que la autoridad venía a cerrarles el garito, salió huyendo, despavorido, como alma que lleva el diablo.

Toma aire el oficial, pues su intención es ir metiendo a sus oyentes en la escena, presentarle los condimentos y que estos imaginen el cuadro sugerido.

- No repararon nuestros amigos en ello, quizá de lo cansados que anduvieran. Entraron en la venta, o como quieran ustedes llamarlo, y encontráronse concurrida fiesta entre penumbras. Al contemplar a tales uniformados la casi totalidad de las meretrices cambiaron de lugar, evitando la cercanía con la soldadesca, a la que entendían en faena o de servicio. Al tanto, los artilleros comprendieron el lugar en que se hallaban, si bien cada vez que daban un paso, las allí reunidas les rehuían, marcando distancia con ellos. Al cabo de un tiempo, Ramón preguntole a una de ellas el hecho de que los evitaran, a lo que aquella contestó que creían que venían exprofeso a cerrarles el garito. Este le explicó la situación, deshizo el entuerto, y, a partir de ese momento, pudieron pedirse buenas jarras de vino y alternar con las damas que, aunque no de alta alcurnia, si eran de bella estampa y mejor fortuna. Lo demás no se cuenta, pues pertenece al universo de lo privado y, cada cual, que cuente, verdad o mentira, lo que le plazca.

- Pero mi capitán -preguntó uno de los soldados allí reunidos en torno al chispeante fuego-, en esta historia no alcanzo a ver el protagonismo de Ramón, como usted anticipaba.

- Cierto -contestó el oficial-. Cierto. Pero es que Ramón tiene cierta atracción en estas lides. Siempre está en todos los saraos. Con él siempre puedes esperar que te ocurran situaciones cómicas, raras, ya dije, grotescas o increibles. No sé si pensar que atesora una suerte de atracción hacia este tipo de aconteceres. Y no solo le ocurren a él, sino también a los que con él transitan.

Tras la narración, sirvieron otra taza más de café achicoria y entonaron viejas canciones que muchos conocían para que la noche no les fuera tapando con su manto de silencio y oscuridad. Aquellos que no andaban de guardia ya habían plegado las velas de sus párpados, pues mañana les esperaba otra dura jornada, en vigilancia de aquellas sendas que los bandoleros habían hecho suyas.

El capitán O. Gutiérrez


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