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sábado, 16 de enero de 2010

Los churretes de La Matrona

El ojo de la Matrona victoriosa, como el ojo del Señor Oscuro de Tolkien, lo ve todo, todo lo alcanza. Lleva en su pedestal de granito más tiempo que cualquier cosa y que cualquier persona, y ha visto tanto y escuchado tanto que sabe de vieja y se lamenta. Nos conoce como si nos hubiera parido. Sabe de la travesía llena de mierda, después de tantos millones, y del nuevo horror de la plaza del reloj. Pareciera como si la urbe estuviera persiguiendo su oscuro sueño de ser premiada como la más fea de todas las ciudades que pueblan la sierra y sus campiñas. A la Matrona le han vuelto a cambiar la fuente, pero no se engaña y se lamenta. Se lamenta cuando ve tanto parado y tanto joven emigrante. Se imagina que cualquier día la cola de parados alcanzará desde la portada de La Encarnación, escondida sus vergüenzas, hasta la escombrosa noria de la huerta del sordo. Iconos ruinosos para la promoción de un proyecto de ciudad otra vez olvidado. Una ciudad en la encrucijada y estratégica, agradable y con alma, de ruta y eventos que apoyen de vez en cuando al sector servicios y entretengan la vida y el espíritu entre la fuerza industrial y logística que debe convertirla en referencia regional. Porque ese era el futuro, ¿no? Pero el futuro, rebasada ya la elipsis de Kubrick, fue ayer.



Perjura la Matrona viendo como en la misma tierra de Vandelvira, entre notas y promesas de Juntas, Consejerías y Ayuntamientos, se desprenden los capiteles corintios, se cuartean los evangelistas y se desconchan las virtudes que arropan a la Virgen barroquísima de la fachada de La Encarnación. Y se lamenta la Matrona por la noria y su histórico bancal de hormigón. Sólo se consuela pensando en su privilegiada situación, en sus cincuenta y tantos trienios de funcionaria municipal. Es probable que sus viejas compañeras desaparezcan ante los ojos impasibles de sus vecinos, como antes lo han hecho tantas otras cosas y tantas otras gentes, pero ella seguirá allí, encaramada en su fuente, por los siglos de los siglos. Entre semejantes cavilaciones la Matrona tiembla de escalofríos y cae en la cuenta de que su final llegará cuando algún ilustrado electo se acuerde de ella y pretenda recuperarla, rehabilitarla, o lo que es peor, “ponerla en valor”. Mejor pasar desapercibida que yo ya estoy apañá.

En esas estaba la Matrona cuando un extraño día de nieve vio reflejado su rostro en el hielo. ¿Dónde estaba su divino resplandor marmóreo? Prestó atención al frio espejo y se observó con detenimiento: los churretes en sus mejillas, los lamparones en su túnica, la mugre detrás de las orejas, la tierra florecida en su diadema, el enmohecido en sus repliegues, los pegotes de barro sobre las sandalias... En ese instante, cual fantasmagórica escultura fúnebre de Zorrilla, la Matrona victoriosa se removió en su pedestal, soltó su oxidada bandera y su escudo, y gritando al cielo exclamó: ¡Lávenme la cara por caridad!

(por Juan José Villar Lijarcio)

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