Antes, uno de los privilegios que tenía entre mis amistades era el enterarme antes que nadie de cualquier noticia. Para algo servía que yo fuera periodista. Llegaba a la reunión a la que había quedado con mis amigos y les decía: “Oye… ¿sabéis que….?” Y luego les daba la última noticia que había oído en la redacción. Ahora son ellos los que me la dan a mí. Ayer, sin ir más lejos, llegué a una taberna y me encontré con que el tabernero me informaba de la dimisión de Fernández Ordóñez y del tipejo ese que quiere llevarse 14 millones de euros de indemnización en Bankia. La sobreabundancia de información, ese espejismo de conocimiento, como lo llama mi colega Julio Villanueva, nos hace creer que hoy hay infinidad de periodistas explicándonos qué esta sucediendo.
Pero bueno, yo de lo que quería hablar es de esa sobreabundancia de información debido al móvil, ipad u ordenador portátil que llevamos con nosotros a todos sitios. Con demasiada frecuencia vemos a alguien que está delante de ti y en vez de escuchar algo que tienes que decirle está revisando la pantalla de su móvil e incluso contestando mensajes que le han enviado. Y ahora les voy a contar lo que me pasó el otro día con un viejo conocido al que no veía hacía un par de años. Me llamó para tomarnos unas cañas. Yo creía que iba a pasar un buen rato porque lo recordaba como un personaje dado al humor y gran contador de anécdotas y chistes. Pero al llegar a la terraza en la que yo estaba sentado, lo primero que hizo fue poner el móvil encima de la mesa, como hacían en las películas del oeste con las pistolas aquellos que se sentaban a echarse una partida de cartas. En la casi media hora que estuvimos juntos aquel aparatejo no dejó de dar el coñazo y cada vez que se oía un inclasificable pitido que salía de él, su dueño miraba la pantalla y revisaba lo que a través de ella le decían. No reconocí a mi amigo en aquella persona totalmente atada a un aparato La tecnología lo había cambiado por completo.
Yo estaba incómodo. En un momento determinado sonó de nuevo el teléfono y él, al ver de quién se trataba, me dijo que perdonara, que tenía que contestar porque era muy importante. Se levantó de la mesa y comenzó a andar por la manzana con el móvil pegado a la oreja. Yo no pude resistir más esa indiferencia, pagué la consumisión y me largué sin despedirme. Cuando iba por la calle pensé en enviarle un mensaje a través del móvil. Podría haberle puesto algo parecido a lo que le dijo Reynaldo Arenas a Nicolás Guillén cuando dejaron de ser amigos. “De acuerdo con el balance de liquidación de amistad que cada año realizo –balance que se rige por rigurosas constataciones- le comunicó que usted ha engrosado la lista del mismo. Por lo tanto, desde el momento en que expido este documento queda usted desvinculado, en forma definitiva, de todos mis afectos”. En lugar de eso le puse: “No me llames más para tomar cervezas. ¡Vete a tomar por saco!”.
Le envié el menaje, pero aún no me ha contestado. El muy capullo…
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