RETIRARSE A
TIEMPO
Como suele
decirse, donde existió oro y gloria ya solo quedan cenizas. Permítanme que me
explique.
Mi
mujer llevaba varios meses con dolores de estómago y, hace un tiempo, estuvimos
en una consulta privada visitando al especialista del aparato digestivo que,
además, es endocrino. El caso es que, mientras esperábamos, estuvimos charlando
con una joven que iba para que le personalizaran una dieta. Al cabo de un rato abandonó
la sala de espera al escuchar las recomendaciones de los mismos pacientes que
aguardaban, para que visitase a una doctora que gozaba de mejores referencias. Me
quedé estupefacto ante aquella situación y entonces, cuando nombraron a mi
mujer y nos tocó entrar, lo hice con cierto recelo. Nos atendió un médico de unos
setenta y tantos años, de mediana estatura y ligero sobrepeso. Llevaba el pelo
tintado para aparentar menos abriles, pero las arrugas de su cara y las
dificultades para moverse estaban instaladas en su cuerpo con indudable
comodidad. Mi mujer le expuso los síntomas que tenía y él tomó buena nota en un
anticuado ordenador de sobremesa tecleando a dos
dedos, con lentitud. Entornó levemente los ojos haciendo raros gestos para comprobar
lo que escribía (ya no veía con demasiada claridad) y luego, le explicó que debía
de hacerse unas pruebas.
Les
diré, en honor a la verdad, que el médico no me infundió gran confianza, para qué
les voy a engañar. El hombre nos ofreció su mejor sonrisa y la más selecta
amabilidad, pero lo vi tan torpe con el ordenador que me pregunté si aún
seguiría realizando intervenciones quirúrgicas en algún hospital. Mi mujer me
comentó que no lo creía y ya que se trataba de un dolor llevadero y los otros
especialistas facilitaban las citas con excesiva demora, lo mismo daba un
médico que otro. Yo acepté su comentario y, al cabo de unas semanas, finalizadas las pruebas, volvimos de nuevo para que
nos indicara el diagnóstico.
En
la sala de espera se repitieron algunas consideradas quejas en referencia al
doctor y a su edad. Y una señora que tenía enfrente adivinó, por la forma que tuvo
de mirarme, lo que estaba pasando por mi cabeza justo en ese momento. Qué
curioso, dije para mis adentros, como una mujer desconocida puede predecir por
ciertos gestos, y en cuestión de segundos, tu manera de pensar. Como puede
descifrar tu clave más oculta y tu secreto mejor guardado con solo prestar un
poco de atención. Bueno, pues tras examinar las pruebas con indomable rapidez, el
diagnóstico establecido fue una úlcera de estómago provocada por una bacteria y
le recetó unas pastillas.
El caso es que después de unos días, tomándose
aquellos comprimidos tal y como le había indicado, mi mujer escasamente podía tragar
saliva. Tenía la lengua y la garganta inflamadas de forma exagerada,
dificultándole el habla, y tuvo que suspender el tratamiento. ¡Mira! ¡Vamos a
buscar a otro doctor!, dije. Y pedimos cita para un médico que me habían
recomendado y que, al parecer, tenía buena fama. Nos atendió con mucha
amabilidad y mi mujer le explicó todo lo que había sucedido con pelos y
señales. ¿Qué se ha estado tomando, dice usted? —preguntó el joven facultativo,
extrañado—. Desde hace años esas pastillas ya no se prescriben. Pero ¿quién le
ha visto? —añadió. Cuando le reveló el
nombre de su compañero se limitó a negar con la cabeza. No hizo ningún tipo de
comentario, ni bueno ni malo, ya saben, por aquello del corporativismo médico
(algo sumamente poderoso), pero un gesto vale más que mil palabras. Volvió a
repetirle las pruebas y, con posterioridad, le dispuso otro tratamiento que le
ha ido muy bien, por cierto.
Lo
que quiero decir con todo esto es que cada uno tiene la obligación moral de averiguar
cuándo debe retirarse. Descansar de una vida entregada por completo al trabajo
para dejar paso a los jóvenes es un indiscutible acierto. Y, es una verdadera
lástima, que las frescas inteligencias nacionales no tengan más remedio que
marcharse de España porque aquí el mercado laboral no tiene futuro. Yo me
pregunto quién decide si estos viejos doctores que en su día fueron, o no, oro
y gloria, como decía al principio, deben de estar ejerciendo su profesión con
más de setenta y tantas primaveras cargadas a sus espaldas. Quizá sea porque
los pacientes debamos mirar en dirección al cielo y brindarle las gracias a Dios
por la suerte que tenemos de vivir aquí. Por eso, y con todos mis respetos, no entiendo
cómo algunos médicos tan mayores y excediendo con creces la edad de jubilación,
aún siguen en la palestra. Sobre todo, en la sanidad privada, aunque todavía
posean la más absoluta convicción de que son imprescindibles y necesarios. Y
creo, con toda sinceridad, que la culpa es nuestra. Si no fuésemos a sus
consultas opino que se pensarían más en serio el tema de la jubilación. Para
entretenerse y que el tiempo transcurra más deprisa no deben de poner en riesgo
la salud de las personas, sabiendo, de sobra, que no lo hacen con mala
intención. Faltaría más. Pero existe un abanico enorme cargado de distracciones
dispuestas para cada ocasión. Está muy bien que se resignen a ser octogenarios y
tengan un espíritu jovial y todo eso, pero, al final, siempre perdemos los
mismos gilipollas de siempre.
Tal
vez por eso me gustaría reconocer el momento justo de mi retirada. Y, si no me
doy cuenta, les ruego con fervor que me lo digan. Con confianza. No quiero ser
un pelmazo que escribe cosas sin sentido y que ya no interesan a nadie. Y así
podré morir tranquilo, sabiendo que he llegado con mis palabras hasta dónde he
podido. Daré paso a las nuevas plumas
valientes que aparecerán de la nada. Seguro. Y entonces, si el destino me
lo permite, me quedaré charlando hasta las tantas con mi mujer. Cultivaremos
juntos el jardín de casa y daremos cortos paseos al sol en compañía de algún
perro. Esos animales que te enseñan a comprender el verdadero significado de las
palabras amor, honradez y lealtad. Recordaremos los años de juventud, cuando no
padecíamos dolencias y teníamos ganas de ponernos el mundo por montera.
Hablaremos del miedo y del sufrimiento con naturalidad, como parte de la vida.
Con suerte, caminaremos con nuestros nietos por el paseo de Las Palmeras, por
algún sitio costero de playas de agua cálida, o por Toledo, la ciudad de las
tres culturas, quién sabe. El futuro es impredecible. De lo que sí estoy
convencido es de que sabré ingeniármelas para no aburrirme. Continuaré tomando
cañas con mis amigos de siempre —aunque sean sin alcohol— y comprando libros de
segunda mano en viejas librerías para seguir alimentando mi biblioteca. Intentaré
dar rienda suelta a mi imaginación a través de la vida de esos ficticios personajes,
que se mueven por las novelas negándose a abandonarlas. Como la propia existencia
de los seres humanos a su paso por la vida. Y como hijos fieles de quien un día
los creó en la soledad de un cuarto, un patio o una taberna de mala muerte. Y
veré películas antiguas en un sillón confortable, de esas que nunca pasan de
moda. De esas que, por desgracia, ya nadie volverá a filmar. Me niego a olvidar
a Humphrey Bogart, Gary Cooper, Kirk Douglas o Marlon Brando. Viejas glorias
del celuloide aunque ya casi nadie se acuerde de ellas. Ellos, en su día, imagino
que también tuvieron que aceptar —aunque fuese a regañadientes—, a las nuevas y
talentosas estrellas de cine que llegaban tímidas y pisando fuerte. Con esa
timidez propia de las mentes más lúcidas. Porque los buenos combatientes
siempre supieron retirarse a tiempo, con elegancia y dignidad. Pero, sobre
todo, con una sonrisa de oreja a oreja. Síntoma claro de una conciencia
tranquila.
Gonzalo Soriano
Navío
Bailén, septiembre
de 2019
Nota de la editorial:
Por un error de impresión, el artículo enviado por Gonzalo Soriano a la redacción ha salido mezclado con su último artículo del 122. Este es el correcto.
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