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lunes, 20 de julio de 2020

Artículo de Gonzalo Soriano aparecido en el número 123 de la revista BAILÉN INFORMATIVO



RETIRARSE A TIEMPO


Como suele decirse, donde existió oro y gloria ya solo quedan cenizas. Permítanme que me explique.

Mi mujer llevaba varios meses con dolores de estómago y, hace un tiempo, estuvimos en una consulta privada visitando al especialista del aparato digestivo que, además, es endocrino. El caso es que, mientras esperábamos, estuvimos charlando con una joven que iba para que le personalizaran una dieta. Al cabo de un rato abandonó la sala de espera al escuchar las recomendaciones de los mismos pacientes que aguardaban, para que visitase a una doctora que gozaba de mejores referencias. Me quedé estupefacto ante aquella situación y entonces, cuando nombraron a mi mujer y nos tocó entrar, lo hice con cierto recelo. Nos atendió un médico de unos setenta y tantos años, de mediana estatura y ligero sobrepeso. Llevaba el pelo tintado para aparentar menos abriles, pero las arrugas de su cara y las dificultades para moverse estaban instaladas en su cuerpo con indudable comodidad. Mi mujer le expuso los síntomas que tenía y él tomó buena nota en un anticuado ordenador de sobremesa tecleando a dos dedos, con lentitud. Entornó levemente los ojos haciendo raros gestos para comprobar lo que escribía (ya no veía con demasiada claridad) y luego, le explicó que debía de hacerse unas pruebas. 

Les diré, en honor a la verdad, que el médico no me infundió gran confianza, para qué les voy a engañar. El hombre nos ofreció su mejor sonrisa y la más selecta amabilidad, pero lo vi tan torpe con el ordenador que me pregunté si aún seguiría realizando intervenciones quirúrgicas en algún hospital. Mi mujer me comentó que no lo creía y ya que se trataba de un dolor llevadero y los otros especialistas facilitaban las citas con excesiva demora, lo mismo daba un médico que otro. Yo acepté su comentario y, al cabo de unas semanas, finalizadas las pruebas, volvimos de nuevo para que nos indicara el diagnóstico.

En la sala de espera se repitieron algunas consideradas quejas en referencia al doctor y a su edad. Y una señora que tenía enfrente adivinó, por la forma que tuvo de mirarme, lo que estaba pasando por mi cabeza justo en ese momento. Qué curioso, dije para mis adentros, como una mujer desconocida puede predecir por ciertos gestos, y en cuestión de segundos, tu manera de pensar. Como puede descifrar tu clave más oculta y tu secreto mejor guardado con solo prestar un poco de atención. Bueno, pues tras examinar las pruebas con indomable rapidez, el diagnóstico establecido fue una úlcera de estómago provocada por una bacteria y le recetó unas pastillas.

 El caso es que después de unos días, tomándose aquellos comprimidos tal y como le había indicado, mi mujer escasamente podía tragar saliva. Tenía la lengua y la garganta inflamadas de forma exagerada, dificultándole el habla, y tuvo que suspender el tratamiento. ¡Mira! ¡Vamos a buscar a otro doctor!, dije. Y pedimos cita para un médico que me habían recomendado y que, al parecer, tenía buena fama. Nos atendió con mucha amabilidad y mi mujer le explicó todo lo que había sucedido con pelos y señales. ¿Qué se ha estado tomando, dice usted? —preguntó el joven facultativo, extrañado—. Desde hace años esas pastillas ya no se prescriben. Pero ¿quién le ha visto?  —añadió. Cuando le reveló el nombre de su compañero se limitó a negar con la cabeza. No hizo ningún tipo de comentario, ni bueno ni malo, ya saben, por aquello del corporativismo médico (algo sumamente poderoso), pero un gesto vale más que mil palabras. Volvió a repetirle las pruebas y, con posterioridad, le dispuso otro tratamiento que le ha ido muy bien, por cierto.

Lo que quiero decir con todo esto es que cada uno tiene la obligación moral de averiguar cuándo debe retirarse. Descansar de una vida entregada por completo al trabajo para dejar paso a los jóvenes es un indiscutible acierto. Y, es una verdadera lástima, que las frescas inteligencias nacionales no tengan más remedio que marcharse de España porque aquí el mercado laboral no tiene futuro. Yo me pregunto quién decide si estos viejos doctores que en su día fueron, o no, oro y gloria, como decía al principio, deben de estar ejerciendo su profesión con más de setenta y tantas primaveras cargadas a sus espaldas. Quizá sea porque los pacientes debamos mirar en dirección al cielo y brindarle las gracias a Dios por la suerte que tenemos de vivir aquí. Por eso, y con todos mis respetos, no entiendo cómo algunos médicos tan mayores y excediendo con creces la edad de jubilación, aún siguen en la palestra. Sobre todo, en la sanidad privada, aunque todavía posean la más absoluta convicción de que son imprescindibles y necesarios. Y creo, con toda sinceridad, que la culpa es nuestra. Si no fuésemos a sus consultas opino que se pensarían más en serio el tema de la jubilación. Para entretenerse y que el tiempo transcurra más deprisa no deben de poner en riesgo la salud de las personas, sabiendo, de sobra, que no lo hacen con mala intención. Faltaría más. Pero existe un abanico enorme cargado de distracciones dispuestas para cada ocasión. Está muy bien que se resignen a ser octogenarios y tengan un espíritu jovial y todo eso, pero, al final, siempre perdemos los mismos gilipollas de siempre.

Tal vez por eso me gustaría reconocer el momento justo de mi retirada. Y, si no me doy cuenta, les ruego con fervor que me lo digan. Con confianza. No quiero ser un pelmazo que escribe cosas sin sentido y que ya no interesan a nadie. Y así podré morir tranquilo, sabiendo que he llegado con mis palabras hasta dónde he podido. Daré paso a las nuevas plumas valientes que aparecerán de la nada. Seguro. Y entonces, si el destino me lo permite, me quedaré charlando hasta las tantas con mi mujer. Cultivaremos juntos el jardín de casa y daremos cortos paseos al sol en compañía de algún perro. Esos animales que te enseñan a comprender el verdadero significado de las palabras amor, honradez y lealtad. Recordaremos los años de juventud, cuando no padecíamos dolencias y teníamos ganas de ponernos el mundo por montera. Hablaremos del miedo y del sufrimiento con naturalidad, como parte de la vida. Con suerte, caminaremos con nuestros nietos por el paseo de Las Palmeras, por algún sitio costero de playas de agua cálida, o por Toledo, la ciudad de las tres culturas, quién sabe. El futuro es impredecible. De lo que sí estoy convencido es de que sabré ingeniármelas para no aburrirme. Continuaré tomando cañas con mis amigos de siempre —aunque sean sin alcohol— y comprando libros de segunda mano en viejas librerías para seguir alimentando mi biblioteca. Intentaré dar rienda suelta a mi imaginación a través de la vida de esos ficticios personajes, que se mueven por las novelas negándose a abandonarlas. Como la propia existencia de los seres humanos a su paso por la vida. Y como hijos fieles de quien un día los creó en la soledad de un cuarto, un patio o una taberna de mala muerte. Y veré películas antiguas en un sillón confortable, de esas que nunca pasan de moda. De esas que, por desgracia, ya nadie volverá a filmar. Me niego a olvidar a Humphrey Bogart, Gary Cooper, Kirk Douglas o Marlon Brando. Viejas glorias del celuloide aunque ya casi nadie se acuerde de ellas. Ellos, en su día, imagino que también tuvieron que aceptar —aunque fuese a regañadientes—, a las nuevas y talentosas estrellas de cine que llegaban tímidas y pisando fuerte. Con esa timidez propia de las mentes más lúcidas. Porque los buenos combatientes siempre supieron retirarse a tiempo, con elegancia y dignidad. Pero, sobre todo, con una sonrisa de oreja a oreja. Síntoma claro de una conciencia tranquila.


Gonzalo Soriano Navío
Bailén, septiembre de 2019


Nota de la editorial:

Por un error de impresión, el artículo enviado por Gonzalo Soriano a la redacción ha salido mezclado con su último artículo del 122. Este es el correcto.

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