Hace unos meses, el primer día que llovió tímidamente, cuando cayeron las primeras goticas, un señor miró al cielo, se rascó la cabeza y esperó que llegase alguien a quien soltarle todo lo que llevaba un buen rato pensando.
Esperó con las palabras ardiéndole en la boca. Necesitaba desahogar sus pensamientos en voz alta y aprovechó que alguien pasaba por su lado, alguien que se le quedó mirando y a bocajarro, sin decir buenas ni nada aquel señor le dijo: -Se tenía que tirar lloviendo así por lo menos seis meses.- Tenía que llover hasta que llegara el agua hasta lo alto del Ventorrillo. -Están lloviendo billetes de mil duros. El otro señor siguió su camino, sonrió por cortesía a aquel desconocido, y siguió su camino a un ritmo entre "presto" y "andante" mojándose y fastidiado porque ese tipo odiaba varias cosas en la vida y una de ellas era que se le empañasen las gafas o que le cayesen gotillas en las lentes, y en aquel momento ambas cosas estaban sucediendo. Ahí quedó la cosa. No hubo más respuesta ni más conversación, pero parece que las palabras de aquel señor las descargó como una maldición gitana. Como una desdicha. Como un fatum que debía cumplirse.
Hoy cuando aquel hombre ya no se acuerda de aquel deseo que soltó en voz alta, allí donde nadie le había dicho que hablara ni nadie le había pedido opinión, hoy, digo, hoy cuando estamos en plena estación de lluvias, cuando parece como si Bailén estuviera en plena comarca del monzón y no para de llover a cantaros, a perros y a gatos, lloviendo a cholón, cuando está cayendo la del pulpo es hoy cuando aquel hombre está pensando que vaya coñazo debe ser vivir en el Norte. Que debe ser aburridísimo vivir en lugares con inviernos tan largos tan lluviosos y tan fríos. Ya no desea que caigan billetes de cinco mil pelas ni de mil ni de quinientas. Sólo piensa en ponerse una camisa de manga corta. Tomarse un par de cañicas sentado en una mesa en plena calle Real, y sentir de nuevo el calorcito y el color azul del cielo cuando brilla el sol.
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